sábado, 21 de marzo de 2015

Retrato de la Andalucía vulnerable

El vuelo ha terminado abruptamente para esta Andalucía en horas bajas que toca tambores y se acicala preparando la Semana Santa, mientras la presidenta de la Junta, Susana Díaz, se desgañita en los mítines proclamando la honradez de su partido. El vendaval de la crisis ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad estructural de esta región, ha desmantelado parte del techo protector establecido en torno al gran ejército de damnificados y ha frenado la perspectiva de equipararse con los indicadores de bienestar social medio español que durante un tiempo pareció tener a su alcance.
Aunque la salida del subdesarrollo, la modernización general del país y la igualación en los servicios públicos es patente e irreversible, el sur español vuelve a quedar al desnudo en parámetros estadísticos clave. Pese a la malla de autovías, al AVE y a los modernos aeropuertos, Andalucía es, con permiso del otro sur (Extremadura), la región europea de más desempleo (34%, frente al 23,6% del conjunto de España), más población en riesgo de pobreza (29%, seis puntos más que la existente en el ámbito estatal) y la que cuenta con el mayor porcentaje de abandono escolar temprano (28,7% contra el 23% de la media nacional).
El sur español vuelve a quedar al desnudo en parámetros estadísticos clave
Ni los 85.000 millones de euros aportados por la UE en estas décadas ni el enorme esfuerzo transformador realizado en este período han logrado evitar que la región que soñaba con convertirse en la California europea vea emigrar nuevamente a sus hijos, muchos de ellos con el título universitario bajo el brazo, y en términos relativos, retroceda a la casilla inicial del año 1982, cuando la renta per cápitaalcanzaba el 75% de la media española. Evaluar la evolución andaluza exige tener en cuenta que su punto de partida era el anclaje en un retraso ancestral, pero la cuestión sigue estando en saber si Andalucía podría haber mejorado su posición relativa y si tiene capacidad y palancas suficientes para revertir la situación, ahora que las ayudas dejarán de ser tan cuantiosas. ¿Lleva plomo en las alas, esta autonomía, gobernada ininterrumpidamente por el PSOE, que desde su creación, hace 33 años, había sido sinónimo de modernización, crecimiento y política redistributiva?
Crisis económica y corrupción política anudan un sentimiento de inquietud y pesadumbre colectivo que afecta probablemente a la consideración que este pueblo antiguo tiene de sí mismo, aunque difícilmente cuestionará los valores de su cultura y el proverbial sentido de la convivencia. La educación ha hecho libres a las generaciones jóvenes y les ha despojado del viejo complejo de inferioridad labrado en su historia de penuria económica y cultural. Entre las grandes diferencias existentes en este vasto territorio similar en población a Austria aunque algo más extenso, la que cuenta verdaderamente es la que traza una raya divisoria entre los menores y mayores de 50 años. Con razón o sin ella, más de la mitad de los 8,4 millones de andaluces creen que el nivel cultural de su región es igual o superior a la del resto de España. Ese acento, esos acentos suyos tan característicos vuelven a sonarles a música, han dejado de ser la deformación inculta del castellano que hay que procurar eliminar.
Pese a que muchos andaluces abominan del tipismo y de los reclamos turísticos con que se les representa, los estereotipos acuñados en torno al fervor religioso, a la tierra como sustento de referencia y al gusto por el disfrute de la vida sobreviven perfectamente en el campo de ruinas de la crisis, reproduciendo prejuicios y tópicos que toman la parte por el todo y obvian que Andalucía ha dejado de ser una sociedad agraria para convertirse en una de servicios.
Estampa primera. Un caballero de impecable traje campero se abre paso entre los bulliciosos carromatos de romeros que llegan al Rocío. Detiene su yegua cartujana blanca ante la ermita y entona con voz ronca y palpitante una saeta a la Blanca Paloma. Luego, reza en voz alta, musita una promesa, se descubre el sombrero, hace girar a su caballo y se retira.
Estampa segunda. La preferida de quienes consideran que el problema de esta tierra, “callada, estigmatizada y oscura” que decía Blas Infante, sigue siendo el caciquismo ancestral y la falta de la definitiva reforma agraria: al grito de “tierra y libertad”, entre banderas verdiblancas y símbolos anarquistas y comunistas, peones del campo y sindicalistas marchan por caminos polvorientos a ocupar la finca latifundio que el señorito mantiene improductiva.
Estampa tercera. Las basuras hacen montaña en los patios y huecos de los ascensores en las destrozadas viviendas sociales de las barriadas sevillanas de Torreblanca y las Tres Mil Viviendas, exponentes de las decenas de poblados de chabolismo vertical ocupados por población marginal gitana y paya. Los niños juegan en las calles despavimentadas —hay asociaciones de vecinos que premian con dinero a los padres que llevan al colegio a sus hijos—, los autobuses y taxis no se adentran en el núcleo del barrio, y la venta de droga se hace a la luz del día en bajos con accesos ilegales. Un grupo de gitanos saca a la calle sillas, guitarras y un potente equipo de música que atruena el barrio. La fiesta ha empezado.
Estampa cuarta. Tan del gusto de quienes, injustificadamente, creen que ésta es gente poco amiga del trabajo, que vive del subsidio y las ayudas públicas: pueblos andaluces, impolutos y cuidados, encalados de blanco, como de postal, sestean bajo la canícula. No hay actividad, ni un alma en la calle, pero los bares están llenos.
Son imágenes doblemente poderosas porque poseen el magnetismo cautivador de la diferencia y porque una parte de los propios andaluces se mira en el mismo espejo deformado con que les contemplan muchos extranjeros y buena parte de los españoles. Y, sin embargo, admitido que esta tierra hermosa, de ciudades bellísimas, se complace en sí misma y goza de una personalidad inconfundible, la versión tópica andaluza es un campo minado que conviene soslayar si se pretende palpar la realidad contradictoria y compleja de esta Comunidad que se abre paso entre las brumas del atraso secular y el pintoresquismo exótico glosado por la literatura.
Evaluar su evolución exige tener en cuenta su punto de partida
A esa colección de imágenes andaluzas, habría que añadir, entre otras muchas, una quinta estampa, poco conocida y reconocida: la de los nuevos andaluces que investigan sobre células madre en laboratorios de referencia internacional, que trabajan en empresas punteras del sector aeronáutico, la biotecnología, la agroindustria, las energías renovables…Andalucía es un espectacular muestrario de mezcla y simbiosis entre la tradición y la modernidad.
Pese a su fuerte carga simbólica, el campo apenas aporta el 3,6% del PIB y el 7,4% del empleo y los jóvenes andaluces ya no ponen ahí su identidad. El PER (Plan de Empleo Rural), tan denostado por la derecha catalana y madrileña que fue rebautizado como PROFEA (Programa de Fomento de Empleo Agrario), supone aquí una inversión estatal de 147 millones de euros y da lugar a unos 90.000 contratos de dos semanas para obras de interés general, desde la reparación de las calles a la renovación del alcantarillado. A falta de alternativas, ese es el precio a pagar por la paz social en un país en el que el fondo sociológico de la película Los Santos Inocentes no pertenece a un pasado remoto.
El 80% de las ayudas comunitarias al campo andaluz se lo reparten entre el 20% de los propietarios, pero como señala el sociólogo Manuel Pérez Yruela: “Ni el PER, ni el latifundio son el problema. El problema es que este modelo productivo asentado en el turismo, la potente industria agroalimentaria y la construcción no genera suficiente empleo, ni nos prepara para el salto cualitativo que la situación requiere”. Es un diagnóstico perfectamente extensible a la mayor parte de España; solo que en el caso andaluz, las carencias son más acusadas. La gran bolsa de economía sumergida, la ayuda familiar y la solidaridad comunitaria permiten entender que las cifras de pobreza severa y marginación no hayan desembocado en tragedias mayores.
¿Cómo se explica el delirante fervor religioso festivo que despierta la Semana Santa andaluza, ese estallido de devoción jubilosa y alborozada que tanto desconcierta a los forasteros? “Es la tradición. Antes de que el niño llegue a nacer, aquí ya se le ha preparado el carné del Betis y la hermandad religiosa de la que formará parte”, comenta un taxista sevillano. El 80% de la población se declara católica, pero menos de la mitad es practicante. Una amplia mayoría juzga negativamente que la Iglesia intervenga en la política y aunque se casan más por la Iglesia —hay un el 36% de matrimonios civiles, frente al casi 50% de la media española—, la religiosidad afecta poco a las pautas de conducta cotidiana, según los estudios realizados por Pérez Yruela.
Procesión en Semana Santa del Cristo de la Agonía, en Málaga. / JULIÁN ROJAS
Si hay algo que irrita a este pueblo de supervivientes que sabe llevar la pobreza con dignidad y sin perderle el pulso y la alegría a la vida —¿no constituye esto último un capital social incalculable?—, es que al estereotipo del andaluz juerguista, chistoso y hospitalario se le añada la mala fama de la vagancia. Una amplia mayoría, superior al 80%, considera que el trabajo es una forma de realizarse, además de un deber y un medio para conseguir mejor posición social. Cualquiera que haya conocido a los obreros andaluces en Cataluña, el País Vasco o Madrid, sabe que trabajan de firme. Puede que el equívoco mayor resida en el hecho de que esta sociedad cultiva más que otras el principio filosófico de trabajar para vivir, no a la inversa. Puede que las inercias de una Comunidad que ha pasado del campo a los servicios sin pasar por el encuadramiento y la cultura de la productividad industrial —la región solo cuenta con el 10% de la industria española—, influyan en la manera de enfocar y actuar en la vida laboral. La campaña electoral ha sido una puja por quién ofrece más, entre reproches cruzados por los recortes. Más allá de los lugares comunes, no se ha dicho adónde quiere ir Andalucía, no se ha apuntado una estrategia sostenida, una exposición descarnada de la realidad, una apelación clara al esfuerzo y a la responsabilidad.
Francisco Ferraro, exsecretario general de Economía en el Gobierno de Manuel Chaves, sostiene que la, en principio, encomiable concertación social, recogida casi como signo identitario propio en el Estatuto de Autonomía, ha acabado por adormecer la vida política en una sociedad civil escasa de recursos críticos con que contrarrestar la preponderancia asfixiante de los partidos. Opina que, a la búsqueda de ese consenso obligado, las grandes formaciones, los sindicatos y la patronal se han constituido en una suerte de “segundo parlamento” encubierto que decide toda la política económica de Andalucía. ¿Esa atmósfera viciada ha propiciado la corrupción?
Haberse acomodado en una situación ventajosa de progresos notables sin valorar que la carrera continúa y no permite aflojar la marcha puede ser el primer pecado mortal de la autonomía andaluza. El segundo, como apunta el filósofo Ramón Vargas Machuca, sería haber consentido la utilización poco escrupulosa de los medios, haber aplicado la doctrina Maquiavelo: “Los actos acusan, los resultados excusan”, en una democracia europea del siglo XXI.
Dice la catedrática de Biología Celular y rectora de la Universidad de Málaga, Adelaida de la Calle, que para generar un tejido industrial de alta base tecnológica que aproveche el talento y la creatividad andaluces hará falta que los “hombres de la luz”, a los que convoca el himno de Andalucía, cambien de ritmo e introduzcan una nueva marcha en la competición global por asegurarse el Estado de Bienestar.
fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2015/03/20/actualidad/1426880799_305179.html

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