viernes, 25 de enero de 2013

Un ejército desesperado hurga a diario en la basura


Jonás sólo pasó tres días en el vientre de la ballena, pero ellos entran y salen continuamente. Buscan cualquier cosa. Papel, cartón, muebles y, sobre todo, cobre y otros metales. Por un kilo de hierro logran, en el mejor de los casos, 20 céntimos. En el Ayuntamiento de Barcelona los llaman recuperadores. Sus ballenas son los contenedores de basuras.

Hombres y mujeres. Jóvenes y ancianos. De aquí o venidos de fuera. Con sacos, cajas, cochecitos de niños, carritos de la compra o carros de supermercado para arrastrar su carga. La vergüenza del paro, el éxodo de los jóvenes, los desahucios, los recortes y las pensiones de jubilación de las que viven familias enteras... Hay muchos indicadores del crecimiento de la pobreza, pero ninguno tan lacerante como el de este naufragio imparable.

Los comedores sociales ya no atienden sólo a vecinos de los barrios más desfavorecidos. La fundación Emmaús descubre a diario la pobreza silenciosa del Eixample. Catalunya es una de las comunidades donde más crece el porcentaje de personas con dificultades: casi el 20% de la población, según la Red de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social. Esta institución calcula en cerca de un millón y medio los catalanes sin recursos o en situación de riesgo. La Diputación de Barcelona eleva todavía más esa cifra y habla de 2.200.000 pobres. Es el Estado de malestar.

Pregúntese cuántas veces viaja en metro o en tren sin que le pidan unas monedas. O elija al azar cualquier contenedor y espere. Da igual el distrito. En realidad, también da igual la ciudad.

Ni la Generalitat ni el Ayuntamiento tienen un censo de las personas que a diario se echan a la calle para rebuscar entre la basura o recoger chatarra. Pero cada vez son más. Mauricio, de 43 años, y su primo Juan Peña Márquez, de 40, lo saben. Son gitanos de Hostafrancs, "gitanos catalans", dicen orgullosamente, y viven de la chatarra, como sus padres y sus abuelos. "Por cada persona que hace unos años se dedicaba a esto, ahora hay diez".

En los buenos tiempos se podían conseguir 120 euros en una semana con la chatarra. "Ahora, si se saca la mitad es un milagro", afirma Manuel Rodríguez, Manu, de 51 años. Se pasó media vida cotizando a la Seguridad Social y ahora lleva cinco años en la calle, malviviendo de los contenedores. Y no es el único. En una nave industrial abandonada en la calle Puigcerdà, 27, en Sant Martí, el Ayuntamiento ha llegado a contar durante el día a 800 personas, la mayoría subsaharianas, que se dedican a la chatarra. Entre 100 y 120 se quedan allí a dormir y el resto, Dios sabe dónde.

La proliferación de personas como Manuel ha favorecido negocios paralelos. Todo se compra, todo se vende. Hasta los carritos de los supermercados. "El mío me costó cinco euros", asegura Abdul, de Casablanca, de 33 años, casado con una española y vecino de la calle del Triangle. Hay quienes van en furgonetas, compran la chatarra a los recuperadores y luego la revenden a mejor precio. Es una actividad ilegal, conocida por la policía.

Júnior tiene 33 años, es dominicano de la provincia de Santiago y conduce una de estas furgonetas desde que perdió su empleo de electricista. Trabaja para un paisano, el dueño del vehículo. "En la calle no se vive, se sobrevive", dice de mala gana, mientras mira a derecha y a izquierda por si llega la Guardia Urbana. Aunque no viene a horas fijas ni aparca siempre en el mismo lugar, en cuanto su Renault Trafic blanca aparece por la calle Comerç, esquina Princesa, en Ciutat Vella, comienza el desfile.

Labib Mahdi, que lleva 14 de sus 46 años en Catalunya, ha tenido suerte. Júnior le ha dado 13 euros. Duele pensar cuánto sudor habrán costado esos 13 euros. Labib Mahdi, que no sabe si se ha transcrito bien su nombre ("perdone: yo no...", dice y garabatea en el aire), también estuvo ayer en la calle y sólo logró tres euros.

Peor le ha ido al senegalés Mamadou, que cree que tiene "54 o 55 años". Júnior no ha querido comprarle una nevera. Estos aparatos sólo pueden desguazarse en centros especializados para evitar liberar gases nocivos, pero Mamadou espera que en un local del Poblenou le den algo. Con cinco euros se conformaría. Le aguardan tres kilómetros de bordillos y semáforos, una travesía tan incierta como la de Marlow en El corazón de las tinieblas.

Mamadou se cruza con Hassan, de 43 años, marroquí de Larache, otro Jonás que sale del vientre de un contenedor. Las ciudades están llenas de historias así. Es fácil comprobarlo. En la calle Marquès de l'Argentera, entre el paseo Picasso y Pla de Palau, hay 20 contenedores. Al menos 12 personas pueden hurgar en un día en las mismas basuras.

No se trata de los grupos organizados que arramblan con tuberías o que roban el cobre de los tendidos telefónicos. Son desesperados de medio mundo, también de Catalunya. Como Jordi, de 38 años, y su novia, que prefiere no dar sus datos. Viven en una casa okupada de La Floresta y en marzo tendrán un juicio, el quinto, por usurpación de bienes inmuebles. Jordi montó una empresa de pinturas con su cuñado y llegó a ganar 4.000 euros al mes, pero ahora está entre la chatarra y la pared. "Y esto no ha hecho más que empezar", suspira. Su novia abre la bolsa y enseña una madeja diminuta de hilillos de cobre. Es todo lo que tienen.
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