viernes, 29 de marzo de 2013

paña, en el mapa de la pobreza

De pronto hemos dejado de ser los reyes del mambo y de cantar canciones de amor. Vivimos un tiempo en que nos creímos habitantes de un paraíso nacido de nuestras cenizas imperiales. Había dinero para todo, para dar y para tomar, y hasta un presidente que se permitía mofarse de algunos colegas europeos porque las macrocifras españoles estaban dejando atrás a sus países tradicionalmente más desarrollados. Fueron los años del ladrillo a medio cocer, de las hipotecas alargadas a la voluntad inconsciente de algunos banqueros, y del despilfarro en edificios suntuosos, infraestructuras absurdas, devoción al diseño estrafalario de ropas y enseres domésticos y fanatismo por los camelos de los restaurantes alumbrados por estrellas de firmamentos de lujo.
Pero lo bueno suele tener fecha de caducidad y, como dicen los clásicos, después de la euforia de cada domingo de Ramos viene inevitablemente la tristeza del viernes Santo. En España esta fugaz etapa de bienestar bastante irresponsables y bastante generalizado ha terminado en un abrir y cerrar de ojos, tan rápido que sin darnos cuenta muchos nos ha devuelto a la realidad terceremundista que tan prematuramente considerábamos superada, y nuestro país se ha convertido, estremece decirlo y más sufrirlo, en un país angustiado por el estigma de la pobreza; de la pobreza existente y de la pobreza latente que es, sí, lo único que progresa en estos momentos en el conjunto de la sociedad.
Cáritas, la organización que está devolviéndole a la Iglesia algo de su prestigio perdido gracias a su preocupación y su acción frente a este drama, estima que entre nosotros, entre las personas con las que nos codeamos en las calles -- no en los bares porque esas no pueden permitirse acercarse a una barra --, tres millones de pobres severos, es decir, pobres de solemnidad como se decía antes, de morral para mendigar de casa en casa o de esquina en las ciudades protegidos del frío por un cartón en espera de que alguien les arroje una moneda sin detenerse a mirarles. Tres millones ya son muchos entre cuarenta y tantos, pero no están todos: otros diez millones, más bien largos, son etiquetados como pobres relativos, que lo pasan mal para poder comer, vestirse y satisfacer otras necesidades.
Estos datos no son sólo un argumento exagerado para la voz de alarma de una organización de caridad que se ve desbordada y clama por soluciones. Los corrobora oficialmente con mayores precisiones el Instituto Nacional de Estadística que indica que está por debajo del umbral de la pobreza el 21,1 por ciento de la población, que uno de cada cinco españoles son pobres y, lo que más encoge el estómago a quienes no sufrimos esa situación, son los millones de niños, uno de cada cuatro para ser exactos, que sufren desde la inocencia las penurias de sus familias y se están criando con carencias en su educación, en las atenciones que requiere su salud, y hasta su alimentación doméstica y escolar. Los números suelen ser de una frialdad indignante, pero estos son de los que invitan a reflexionar, a indignarse y a reclamar a quien proceda que haga algo.
No sabría decir qué, salvo lo que todos tenemos in mente, con la excepción de algunos dirigentes nacionales y supranacionales como los máximos responsables de la UE, del FMI, del BCE o de la emperatriz de Europa, Angela Merkel I de Alemania. El viejo consejo, que trabajen, coño, ya no sirve porque el problema es que trabajar es casi un imposible que no está al alcance de todos igual que tampoco es posible ya cumplir con la maldición bíblica a que nos condenó el pecado original de ganarse la vida con el sudor de nuestra frente. Ya les gustaría a la inmensa mayoría de los seis millones de desempleados – entre los cuales anidan los mayores focos de pobreza, poder su frente, su inteligencia y sus brazos a sudar a raudales y conseguir a cambio un salario que les permita vivir y comer en casa y lejos de un comedor social.
fuentes http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=295961

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