martes, 18 de junio de 2013

Pobreza igual Enfermedad

Mi superhéroe favorito de la antigüedad clásica responde al nombre de Prometeo, ya saben, el dios corajudo ese que arriesgó su vida por robar las llamas benefactoras del fuego al todopoderoso Zeus para entregárselas a los desvalidos hombres. Fue un tipo indomable, de agallas resistentes a los más refinados suplicios, el primer detenido por la autoridad que aguantó un interrogatorio en toda regla, versión Esquilo, es decir, torturado con águilas en vez de con porras. Su capacidad extrema de sufrimiento por una causa desinteresada desprende además un componente morboso, oscuro, al estilo Batman, que lo convierte en una figura mitológica muy poliédrica, como diría un psicólogo argentino. Porqueno hay mito que valga la pena sin el claroscuro de la complejidad moral. Como tampoco hay buen libro sin las dobleces añadidas de una lectura subconsciente. Quizás por eso, por su poder de remover mitologías sedimentadas en las entrañas de la condición humana, la lectura de Las heridas ha conmovido tantas fibras aletargadas de mi interior.
No he podido menos que asociar a Norman Bethune, el autor de este necesario libro editado por Pepitas de calabaza, con la leyenda de Prometeo. ¿Fue este médico canadiense, empecinado defensor de la medicina social, un Prometeo moderno?, ¿acaso no estuvo marcado desde la cuna, como le sucedió al dios rebelde, por un anhelo profundo, incontenible, casi enfermizo, de aliviar, costase lo que costase, el dolor calderoniano, ay, mísero de mí, ay, infelice, que aqueja a los tristes Segismundos que formamos la humanidad? Porque desde que Bethune desenmascaró científicamente la fórmula matemática que equipara a la enfermedad con la pobreza, no le embargó otro deseo durante toda su vida que elevar la salud a la categoría de un derecho universal. ¡Y con qué hermosas palabras de poeta defiende su oficio como un deber público, cuando sostiene que los médicos, antes que sucumbir a las veleidades mercantilistas, han de dotarse de otras cualidades más necesarias "como un audaz corazón de león y unas manos delicadas de mujer"!
Ya ven, el cívico movimiento de la marea blanca “lo inventó” este ser humano irrepetible, de una perseverancia inigualable, cuyo terco carácter de metal se debió de forjar en la misma fragua en la que moldearon el de Prometeo. Porque nadie, ni siquiera el razonable y sensato Océano, dispuesto como estaba a liberarle de la roca en que le habían clavado, pudo convencer al tozudo dios de que desistiese en su empeño, como tampoco ningún obstáculo desanimó a Bethune en su defensa de una medicina que velase por los más desvalidos. Este médico ejemplar creyó siempre tanto en la justicia de su propósito que se acorazó contra las penurias con un caparazón marmóreo de tortuga, exhibiendo en todo momento un aguante inhumano, más propio de la esfera sagrada que de la mortal. Como nos lo muestra Natalia Fernández, traductora y artífice de la recuperación de su figura histórica, Bethune fue uno de esos pocos hombres valientes que se atrevió a cruzar ciertos umbrales límite de abnegación, quizás porque vivió el fragor de una época convulsa de esperanzas colectivas. Participó en las brigadas internacionales de una forma tan arriesgada como generosa, creando e impulsando las unidades móviles de transfusiones de sangre y, aunque la derrota final ensombreció su heroicidad, legó su testimonio valeroso en un texto estremecedor que tituló La carretera de Málaga. Incluido en este pequeño libro, por su emoción descarnada, por su dramatismo realista, por su dureza vital, perdurará en la memoria como una de las experiencias fundamentales, junto a la de Orwell, para entender las dimensiones trágicas de la Guerra Civil.
Las de Bethune parecen páginas escritas con pus más que con tinta, pues escribía como vivía, 
Se publican en España algunos de los escritos de Norman Bethune, un médico que ejerció como tal --y como militante comunista-- durante la Guerra Civil española y en la china de Mao Zedong.

con puntadas de cirujano, cicatrizando el papel con un lenguaje lírico, saltando de los abismos metafóricos de Blake a los hachazos existenciales de Vallejo.Tanta fiereza en la expresión le granjeó unos cuantos enemigos de lenguas afiladas. Le acusaron de egocéntrico y arrogante, lo que, mirado ahora con cierta perspectiva, no dejó de ser una consecuencia lógica de su incapacidad absoluta de no ceder nunca en su idealismo. Su determinación, a la manera suicida de Prometeo, la llevó hasta el final. Criado en el seno religioso de una familia presbiteriana, Bethune recondujo la vocación evangelizadora de sus ancestros hacia el comunismo y, en cuanto tuvo oportunidad, se desplazó a la China de Mao en un viaje soñado desde la infancia.
Su aventura recuerda en su radicalidad a la emprendida por Gauguin cuando embarcó a la Polinesia. Claro que si el pintor huyó de la civilización aburguesada buscando las esencias salvajes del arte primitivo, el médico afrontó este viaje a las antípodas a la búsqueda de un lugar puro, no contaminado por el capitalismo, donde poder cimentar su ideal de una medicina al servicio del pueblo. Lo intentó, rodeado de un pueblo desconocido que le rindió culto fraternal como a Kurtz en El Corazón de las Tinieblas, con todas sus fuerzas. Tan sacrificado resultó su esfuerzo que, sin apenas cumplir los cincuenta años, su estampa debilitada se metamorfoseó en la de un viejo de ochenta años. Aun así, a pesar del cansancio, a pesar de la falta de libros, a pesar de la carencia de medios quirúrgicos, sostiene su biógrafa que Bethune mantuvo su enfebrecida pasión por curar a sus semejantes hasta el último suspiro. Murió de una septicemia, una enfermedad que le afectó de lleno al hígado, el mismo hígado corroído por la turba de águilas privatizadoras que segaron la vida de Prometeo.

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